A punt de
Desde la platea el público, con distancia, ve la obra con cierta claridad aunque se atisban matices. Si la función enfatiza demasiado en el melodrama ocasionalmente podríamos sentirnos rechazados y confundidos ante lo que estamos iendo; ¿Por qué los protagonistas no resuelven el conflicto si yo veo la solución tan clara? ¿Es a caso que se regodean en la pesadez de la tragicomedia? El teatro solo parece fácil para el que observa, pero el actor debe olvidar su condición de otro para dejarse caer en la melancolía propia de la ortodoxia mediterránea. En este caso, el monologo está protagonizado y escenificado por un Arlequín que poco a poco se transforma en Pierrot. Desde su picaresca, viveza y colorismo combate el drama aunque este consigue ganar terreno convirtiendo al personaje en un saco de autocompasión y sentimiento de derrota. Si hay algo que diferencia a estos dos arquetipos clásicos es su polaridad de cómo se desenvuelven en las tablas. Mientras que el primero se revela con sensualidad y burla, nuestro Pierrot se compadece y ahoga por pensar que aquello que ama no le corresponde. Aunque no haga falta, cabe recordar que en esta representación la pintura es a quien se desea y corteja.
En A punt de la problemática del libreto interviene desde un primer momento directa e invasora, por supuesto con sus correspondientes interludios. Aparece y reaparece la incapacidad de nuestro protagonista de intentar gustar y agradar, demostrando de lo que es capaz haciendo malabares y piruetas si fuera necesario. Recordemos que el Arlequín y el pierrot no dejan de ser una evolución dramática de la figura del bufón, aquel que engaña y divierte con bailes, trucos y cuentos. Aunque esta tragicomedia parece no tener un final definitivo, el argumento emerge con un sentimiento de culpa que desemboca con virulencia en el fustigamiento de nuestro único personaje que, contra la incapacidad de poder encontrar su virtud, se reprime y deprime.
Pero no podemos olvidar que esto es una ficción, algo que pretende asemejarse a la realidad. Fabià Claramunt nos habla constantemente de ese About to (a punto de), algo que precede y rodea a la acción, en este caso, la de pintar. El sentimiento de estar continuamente predispuesto —pensando— dedicado a / por/ para la pintura consigue llevarnos a entender el porqué de la exposición y de este tono teatral que en ocasiones parece entreverse visceral. El compromiso con el medio no deja de velarse romántico; no es una relación fácil y está teñida de cierto idealismo. El recreo sobre todo lo que pasa en ese “a punto de” parece terminar siendo autolesivo pero resplandeciente, casi sin dolor, porque en ocasiones aguantar en la pintura puede ser expiatorio a la vez que placentero.
Nosotros, los espectadores, nos hemos reído y compadecido de las penas de este particular personaje creado por Fabià Claramunt, el cual parecía tener la única intención de entretenernos. Su actuación termina por interpelarnos y consigue con cierta gracia que queramos saber más de sus desavenencias aunque sepamos que en su próxima historia no volverá a ser el mismo. Pero nos levantamos del asiento mientras encienden las luces sabiendo que este entrañable Arlequín se convertirá en algo más que un simple extraño disfrazado dispuesto a divertirnos.
Eladio Aguilera